domingo, 29 de diciembre de 2013

GRAN REMATE DE LIBROS PERUANOS


GRAN FERIA REMATE DE LIBROS PERUANOS
Lunes 30 de diciembre de 2013 - 12 m. - 10 p.m.
GEP - GATO VIEJO ED. - EDUCAP - MUNDO SUR - ARTEIDEA
Jr. Moquegua 416 (a media cuadra de Av. Tacna) HABRA POESIA, MUSICA, POETAS PERUANOS Y EXTRANJEROS

'MATAGENTE' Y VINCENT CASTIGLIA


Muchas gracias al laureado escritor Pedro Novoa por esa vinculación de plasma y feroz urdimbre entre Atoj ('Matagente') y un genio como Vincent Castiglia que pinta con líquido arterial, y a quien, con mucho gusto, le donaría un litro de mi sangre.

Aquí la reproducción del post de Novoa: 




La saliva en el suelo nos muestra el cristal de su desnudez. Un hilito de sangre alimenta su cuerpo de formas atropelladas. La loseta del suelo pareciera que la rechazara en su morfología de emplasto inservible. Y es como si se movilizara en esa superficie la calma, el dolor, la náusea, reptando la saliva hacia todas partes como si intentara tragarse al mundo. Abriéndonos sus fauces, mostrándonos los dientecitos cariados, su negra cualidad de infectarnos con sus gérmenes de la muerte, mientras la loseta se defiende cerrando sus poros a la adversidad. Y los globitos se aglomeran, se hinchan como levaduras fantásticas. Y la saliva muestra sus músculos obtusos, su cabeza esponjiforme, sus extremidades acuosas, su fuerza proviene de la boca madre, abortiva eyección del pensamiento; pero la saliva no le debe nada a nadie, es una e indivisible, sus pequeños hijos la admiran y ofrendan sus cuerpos para que la saliva cumpla con su objetivo. Y su objetivo es el hombre, su dios, su mundo, sus problemas. Y la saliva ya tiene un brazo metido en el mundo, está mordiendo la piel del planeta, conectando su arteria, inyectándonos su materia amarilla. Y el hilito de sangre empieza a palpitar. Y se abre el único ojo de la saliva. Y otro brazo nos tiene paralizados. Y el pecho de la saliva se infla, está creciendo rápidamente. La saliva es una ameba gigantesca que amenaza con reventarse. Y ahora el hilito de sangre es un corazón que palpita en su interior. Y una mosca vigila desde arriba (la mosca sin patas). Y la materia amarilla se desparrama a los costados. Y un hombre está tosiendo y salen de su boca ejércitos de saliva. Y cuando ya no puede más la saliva mayor. Y revienta en mil pedazos. Y vuela su cabeza esponjiforme. Y caen sus extremidades acuosas. Y brinca su blando corazón saltándonos al rostro. 




Texto de Rodolfo Ybarra, Matagente. 
Pintura de Vincent Castigliaa, pintor estadounidense que usa sangre humana en sus cuadros.

lunes, 23 de diciembre de 2013

LIBRORUM PROHIBITORUM Nro. 10

Aquí les dejo mi página de libros 'Librorum Prohibitorum', revista Dosis nro 10. (Descargar gratis: http://www.dosis.pe/).


'CONTARLO TODO' O MORIR EN EL INTENTO, MI COLUMNA PIRATA EN LIMA GRIS

Contarlo Todo es una novela empática que no intenta problematizar el supuesto mundo desparejo que vive su personaje/alter ego, Gabriel Lisboa, y más bien funciona como desfogue o tubo de escape ante las posibilidades del fracaso, las pérdidas de esperanza y las diferencias de una sociedad clasista como Lima. Así, el autor ha procurado hacer un aderezo interesante con todos los ingredientes de moda: Asu Mare, Marca Perú, inclusión social, “sí se puede”, tonguismo, baylismo, todoterrenismo,  etc. Sin embargo, la enorme cantidad de gazapos y falta de oficio –eso sin contar el abultado y desbordante queísmo, adverbios (con terminación en mente, por ejemplo), una sintaxis escasa, malsonancias, cacofonías o parrafadas– convierten al texto en un culebrón de 500 páginas que se puede leer en unas horas, si pasas por alto todas las tropelías con el lenguaje y el buen decir.

Precedida y orquestada por una enorme campaña publicitaria y padrinazgo del Premio Nobel MVLL y la representante literaria Carmen Balcells, el libro es como la novia que se desencanta en la puerta de la iglesia de la lectura, negando ipso facto el laudatorio de la transnacional Mondadori, que se ha cuidado de blindar el texto a priori a todo análisis. Y es que la historia no solo no cuaja, sino que devela una visión pobre y desideologizada (1) donde el único personaje sobre el que gira la trama no entiende o no quiere comprender una realidad que a unos puede ofrecer de todo para realizarse como personas y a otros simplemente les empuja al vacío, al arribismo o aventurar un ascenso social en base –dizque– a los estudios, sin ningún tipo de aggiornamento, crítica o autocrítica y donde, además, “mi vida es paja, tu vida es paja y la vida de todos es paja” (Entrevista al autor en Punto Final, canal 2).
La novela cuenta todas la peripecias de Lisboa en pos de convertirse en “escritor”, desde un ethos pobre, en todo sentido, viviendo de prestado en la casa de un tío mesero, Emilio, esposo de Teresa, ama de casa (tío-padre en el sentido lacaniano y, al parecer, tan inconforme como el propio Lisboa), quien consigue que su sobrino ingrese a la Universidad de Lima y logre una plaza de practicante en una conocida “revista de oposición”. Hasta ahí la historia no aporta nada ni dice nada que pueda sorprender al lector, salvo la visión advenediza y sin ninguna formación política o ideológica de Lisboa, como cuando apunta: “De pronto la ropa que llevaba tenía un sentido específico y poco grato para mí, lo mismo que mi acento, que era distinto al de los chicos que llevaban clases conmigo y que apenas me miraban. Provenía de un barrio que nadie  reconocía y de un colegio del que nadie tenía la menor noticia” (p. 56); o cuando el personaje trabaja de vigilante, siente vergüenza y se oculta de sus compañeros de estudios para que no lo vean en “semejante situación” y empieza a vivir un “doble vida”: “Me topé a algunos de ellos lo sábados en la noche en el supermercado y sufrí lo indecible para encontrar la manera de vigilarlos sin revelarles mi identidad”. (p. 20).


Curiosamente, esa manifestación equívoca del personaje nos hace recordar al terror que se apodera de Goliadkin en El Doble, de Dostoievski, aquel personaje miserable que un día, hastiado por su estrechez económica, decide alquilar por un día un carruaje y no soporta que su jefe ni nadie lo reconozca en una situación de supuesto “ascenso social”; y la autonegación lo lleva a afirmar patológicamente: “No soy yo… eso es todo”; o a Jean Valjean, el delincuente redimido que oculta su identidad al insidioso detective Javert en Les Misérables, de Víctor Hugo. Pero el comportamiento de Lisboa no está construido dentro de los límites de una enfermedad mental, ni de la ironía o el cinismo, sino dentro de la medianía de lo que Luis Alberto Sánchez llamó el “perricholismo literario” (“el cholo con plata se blanquea y el blanco sin plata se cholea”). La vergüenza no se transforma enpathos o en odio de clase, sino en el-deseo-de-ser-como-el-otro, lo que, en psicología publicitaria, se llama intención aspiracional. El personaje estudia con los hijos de las clases retardatarias; comparte las carpetas, los amigos, los espacios públicos y privados (cuando se lo permiten); y muy pronto empieza a desear ser como ellos o, por lo menos, ser tratado como ellos. Un mundo de igualdad reestablecida por la educación (tal y como refiere el autor en la entrevista radial realizada por el escritor Jerónimo Pimentel: “La educación los equipara a todos (JP) [...] Que culpa a la cultura de élite por todo lo que no tiene o lo que le pasa… es una literatura que representa conflicto de clase. Lo que hay en mi novela es que hay un grupo de amigos que se pasan de las clases  [...] porque la educación los equipara a todos [...] ¿¿¿???(JG)”. (Los signos de interrogación son nuestros).Contarlo todo-Letras en el tiempo. Radio Programas del Perú, 08/12/2013.
El asunto encuentra su primer traspié cuando, en el Libro Segundo, Lisboa, ya en coqueteos y amoríos con una niña burguesa o aburguesada –que deja al novio pegalón por un “amor” que no aprobarán sus padres y ni siquiera su hermano, que supuestamente tendría una postura avant garde–, encuentra el rechazo y la no aceptación (“[…] Le estaban arruinando la vida. Un par de veces se puso a llorar y Gabriel sentía que con su llanto algo se restituía y entonces amainaba su rencor. P. 416) e incluso casi es golpeado por el progenitor de Fernanda, la confundida enamorada que cree que su familia aceptará una relación “desigual”. No obstante: “[...] ella sabe finalmente cómo son sus padres y qué tipo de persona soy yo para ellos. Cuando el padre terminó de amenazarme y se dio la vuelta rumbo a la casa ella fue detrás de él sin decirme adiós, sin la menor intención de estrechar mi mano o darme un beso. Mientras la vi caminar desde la puerta del carro no la vi voltear nunca; solo siguió a su padre por la pista hasta la casa.”
A partir de ahí, la relación entre dos seres de diferentes clases sociales, casi como dos especies incompatibles genéticamente –o como el homo sapiens y el neandertal–, entra en un estado de clandestinidad y de ciertas premuras crematísticas (por ejemplo, el padre de Fernanda la castiga aboliéndole la propina e imponiéndole horarios estrictos y métodos pavlovianos o conductismo doméstico). La casa de Santa Anita, un cuarto maltrecho en el hogar de los tíos, se convierte en el refugio para estos disidentes; para un Gabriel Lisboa que ha invertido la historia de la cenicienta, mostrándose a sí mismo como el sapo al que la señorita de las clases burguesas convertirá en príncipe, aún incluso a costa de dejar de escribir y perder, de esta forma, su leimotiv, su raison d’être.
Como era de esperarse, la relación encuentra su final de la peor forma, con el personaje principal humillado: primero, invitado de mala gana a una reunión de vacaciones en la casa de playa de la familia, y, después, obligado a dormir en un hotel barato con un baño común en el que llora sus penas y su rabia, y termina por aceptar que su relación no tiene futuro (no habrá inclusión social ni manumisión). Fernanda, seducida por el complejo de electra encuentra (o retorna) al hombre mayor que la alejará de esa “mala” elección que pudo haber hecho con Lisboa, quien, después de los consejos reflexivos de los amigos y en especial de Santiago Montero del Conciliábulo de Mostros (especie de cofradía o reunión a los Poetas Muertos), decide hacer un viaje a Ayacucho para disipar las penas y retornar a la escritura.
Las peripecias que suceden a continuación –la desvirgación de una mujer andina– relatan un extravío que podría haberse escrito para un capítulo de El Eunuco Femenino de Germaine Greer (por ejemplo, compárese la página 488 de Contarlo Todo con el capítulo “Sexo”, en el acápite Cuerpo de EEF).  Y no solo por un uso del lenguaje meramente informativo, sino por la dislocación del personaje Gabriel Lisboa pretendiendo ser otro o Santiago, el amigo de quien toma el nombre para metamorfosearse, aunque sea simbólicamente, en lo que siempre había querido convertirse: alguien de cierto estatus social con una educación suficiente y que sabe varios idiomas, pero que, sobre todo, no es “cholo”.
En suma, una novela de 507 páginas que podría haberse reducido a la mitad o a la cuarta parte sin cambiar nada en lo específico. Una novela fallida a pesar de sus aires de roman à clef (en las cuales podemos reconocer a Fernando Ampuero, Raúl Vargas, Eduardo Rada, etc.) y del cintillo vargasllosiano que reza contradictoriamente: “Un escritor perfectamente dueño de sus medios expresivos, que sabe concentrarse en lo esencial, que es siempre contar una historia bien contada”. Y en donde, en efecto, y desde la primera página, brotan los yerros a granel dejando mal parados a los correctores de Mondadori y al novelista que expone su trabajo sin una exigencia mayor.
Dejo aquí, algunos ejemplos (2), tomados al vuelo, sin mayor ánimo que contribuir a la crítica sobre una novela de aprendizaje (in progress) que pudo haber tenido una mejor suerte que los salones repletos de la Feria del Libro de Guadalajara, el mote de la “primera novela que sacude el panorama narrativo en lengua española”, o los flashes  de la media manipulation, que casi siempre nubla la vista del sujeto-escritor-artista-productor-de-contenidos, etc. Abajo también podrán encontrar los números de páginas (3) donde los errores (o, por ejemplo, el excesivo uso de “que”  en todas su formas/funciones: como conectores y/o pronombre relativo, pronombre interrogativo, adverbio pronominal, etc.) adquieren situaciones dramáticas; aunque algunos críticos, en forma inverosímil, han insinuado a un posible forofo de Roberto Arlt.
Finalmente, en la p. 177, el autor hace una apreciación velada o tangencial sobre la novela en un diálogo con Ferrero, un amigo de la universidad, que, de alguna manera, podría resumir el backstage o behind the scenes de este Contarlo Todo, casi al modo de un metatexto donde la sola ambición de “decirlo todo”, al modo imposible de Funes el Memorioso, de Borges, no puede servir para construir una novela: “Ferrero terminó su vaso de cerveza y pidió otra. Sabía que el medio literario en Lima era lamentable y no quería repetir los fracasos de los escritores de su generación. En las novelas peruanas que se publicaban esporádicamente y casi siempre por arte de magia –no había editores, ni librerías, y menos gente que leyera– había casi siempre lo mismo: ausencia de control sobre el lenguaje, poquísimas ideas, ninguna conciencia de la estructura y malditismo gratuito. Él sabía, me confesó, que también podría escribir una novela mala, no era algo que descartara, pero creía que si fracasaba, como lo habían hecho antes muchos otros en el Perú, no sería por falta de ambición.
-Y ese es el problema en este país –me dijo. Nadie tiene ambición.”
Funes el Memorioso, tal y como cuenta Borges, se extinguió joven en el intento por asir los detalles, que al fin y al cabo son las formas sin mayores razonamientos; eso sin olvidar que la ambición por las letras son las letras mismas.

1.-Lo que se critica en esta novela tiene poco que ver con lo político partidario o lo políticamente incorrecto (escribir una novela en un país con un enorme porcentaje de incomprensión de lectura es ya un despropósito). Lo que se critica aquí tiene más que ver con la novela que refleja una realidad de oprobio y miseria intelectual, donde el autor es quizá el tipo de escritor que nos merecemos. Y, quizás por eso, las palabras de la señora Patricia del Río sobre un artículo acerado de Guillermo Espinosa Estrada, “Una novela de superación personal”, no logren descifrar un análisis que intenta hacer calzar la razón con lo que Sartre llamaba “compromiso”. En todo caso, la locura es pretender leer un texto sin mayores recursos hermenéuticos que una boutade o como puro divertimento: “A ver no entendí bien. La novela es mala porque no toca los temas que al crítico le parecen relevantes? o ¿La novela es mala porque el personaje es arribista? o ¿La novela es mala porque el personaje no decide cambiar el sistema sino que se acomoda a él? Yo leí la novela y me pareció genial que el personaje fuera pusilánime, acomodaticio, arribista, con ganas de encajar. Muchos de los mejores personajes de la literatura universal son seres un poco mediocres, un poco miserables, un poco tiernos… No entiendo por qué los personajes y las novelas tienen que contar historias de determinada manera revolucionaria o reivindicativa. La novela puede gustar o no, pero me parece que juzgarla por lo que NO dice es una locura.”
2.-La enorme cantidad de gazapos que presenta Contarlo Todo excederían, de lejos, este breve artículo. Así que dejo un pequeño muestrario:
-“El disco gira, lo veo moverse desde aquí, gira a todo volumen […]” (p. 15).
-“[…] el bajo que se arroja como un colchón sobre las cosas.” (p. 15).
-”vestido con una camiseta cualquiera y en short, en sandalias.” (p. 15).
-”[…] y sin embargo consciente de ser un hombre que escribía algo que no se parecía a nada que pudiera escribir jamás nadie porque era absolutamente mío; ese texto no lo estaba haciendo nadie ni lo pedía nadie porque nadie en el mundo tenía necesidad de leerlo.” (p. 136).
-”Creo que terminé el cuento cuando me di cuenta de que la figura de ‘la serpiente de lava reseca’ […]” (p.. 141).
-”Me salió un texto bastante corto, de apenas cuatro o cinco páginas, en las que un hombre gris sentado en la misma mesa en la que habíamos estado nosotros observaba, del otro lado de la calzada peatonal, a una mujer concentrada en mirar un teléfono que posiblemente estuviera sonando, o tal vez no, dentro de una oficina tan iluminada y vacía como el café en el cual él se encontraba”. (p. 300).
-”Fueron amanecidas de cierre y de trabajo que hizo que odiara para siempre a los gerentes de recursos humanos y a sus secretarias y que decidiera que había ahorrado lo suficiente y que podría prescindir de esos trabajos para dedicarme a escribir a tiempo completo[…]“. (p. 311).
-”Recuerdo que se lo di y al encendérselo descubrí que sus manos temblaban por el frío, tanto como las mías. Cometí errores con el vuelto y la vi sonreírse y llevarse el pucho a la boca con algo de temor.” (p. 322).
-”Luego de un mirar un rato a los demás con una sonrisa que ya no sentía vacía, escuchó que Fernanda le susurraba que quería ver caer el sol. Él estuvo de acuerdo”. (p. 411).
-”En el relato se decía que salía del lugar caminando como si no hubiera estado jamás allí, como si hubiera pasado toda la tarde en el centro de Lima haciendo otras cosas como comprar baratijas o mirar libros de segunda mano hasta la llegada de la noche”. (p. 428).
3.-Número de páginas donde se pueden hallar errores en cantidades gravitantes, que han perjudicado seriamente esta primera edición de Contarlo Todo: 16, 17, 18, 19, 21, 23, 24, 25, 100 (…) 292, 293, 296, 298, 303, 310, 311, 313, 314, 316, 317, 318, 319, 321, 322, 323, 325, 326, 327, 328, 329, 330, 331, 332, 333, 336, 337, 338, 339, 340, 341, 344, 346, 347, 349, 350, 351, 352, 353, 354, 357, 358, 359, 360, 361, 362, 373, 374, 375, 376, 377, 378, 379, 380, 381, 382, 383, 384, 385, 386, 387, 389, 390, 391, 392, 397, 403, 404, 405, 406, 407, 408, 410, 411, 412, 413, 414, 415, 416, 417, 418, 419, 420, 421, 423, 424, 425, 426, 427, 428, 429, 430, 431, 432, 433, 435, 436, 437, 438, 439, 440, 441, 443, 448, 449, 450, 451, 452, 453, 454, 455, 457, 458, 459, 460, 461, 462, 465, 466, 471, 472, 473, 475, 476, 477, 478, 479, 480, 481, 482, 483, 484, 485, 486, 487, 490, 491, 492, 493, 497, 498, 499, 501, 503, 504, 505, 506.
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PRESENTACIÓN DE NUEVAS BATALLAS, DE WILLY GÓMEZ MIGLIARO.




Leyenda: Dalmacia Ruíz Rosas, Willy Gómez, blogger, Paolo de Lima. Asociación Guadalupana, 18/12/12.

sábado, 14 de diciembre de 2013

GRAN PRESENTACIÓN DE 'NUEVAS BATALLAS', DE WILLY GÓMEZ MIGLIARO.

ESTE MIÉRCOLES 18 DE DICIEMBRE A LAS 7 y 30 Pm.




Nuevas Batallas
Poemario de Willy Gómez Migliaro
 
Presentan
Dalmacia Ruíz-Rosas Samohod
Paolo de Lima
Rodolfo Ybarra
Jorge Luis Roncal
 
Miércoles 18 de diciembre a las 7:30 pm
 
Asociación Guadalupana
Av. Alfonso Ugarte 1398 Lima
 
 
Entrada Libre

jueves, 12 de diciembre de 2013

PRIMER CAPÍTULO DE 'CONTARLO TODO', DE JEREMÍAS GAMBOA





En unos días estaré reseñando esta publicitada novela de Jeremías Gamboa apadrinado por el führer literario MVLL. Habrá un análisis taxonómico, crítica sin cortapisas y el revelado de algunos tópicos, vicios idiomáticos (falta de sindéresis, monotonías, cacofonías, barbarismos, etc.), y nombres reales que aparecen de forma encubierta o han servido de base para la creación de alguno de los personajes, etc. Mientras tanto, aquí va el primer capítulo para que vayan adelantando opinión.


1

Ahora sí la música inunda toda la habitación. El disco gira, lo veo moverse desde aquí, gira a todo volumen y por ello casi no me escucho, no escucho los sonidos violentos que produzco con tan solo mis dos dedos índices golpeando el teclado de la máquina, desnudo y sentado frente a la computadora de mi cuarto esta mañana. El golpe que desató la marea ha sido una guitarra partiéndose en dos, el sonido de un platillo que latiga el aire, el bajo que se arroja como un colchón sobre todas las cosas. Después todo ha sido de él. Y de mí. Lo que dice lo pongo de epígrafe, lo escribo en la página, así. Lo que dice es lo que siento o lo que ahora creo que siento dentro de mí. Lo que dice me parece estúpido y quizás yo también lo sea. Estúpido para creérmelo todo, para imaginar que esto es todo lo que necesitaba para hacerlo, salir del baño, sentir el agua helada en el cuerpo, prender la máquina, poner su disco, golpear el teclado, sentir que soy capaz de decir lo que me venga en gana. Escribir…
Desde hace mucho tiempo he intentado infructuosamente convertirme en alguien que escribe un libro o he intentado vivir como alguien que escribe uno o como creía que tendría que vivir alguien que lo hiciera pero durante más de diez años no he escrito una sola línea que me gustara. Hasta hoy. Ahora hay un tibio sol afuera, es setiembre, es miércoles, y yo estoy en Santa Anita, vestido con una camiseta cualquiera y en short, en sandalias. Y ahora, recién salido de la ducha, me doy cuenta perfectamente de que esto es, al fin, el inicio de algo, o de todo, la llegada del día preciso para que algo así sucediera, para contarlo todo. El libro que se ha abierto hace unos segundos en mi cerebro y se ha alineado perfectamente en mi cabeza y en mis vísceras… Que ya tiene título, dedicatoria y epígrafe, también sus dos primeros párrafos, y que se narra a sí mismo. Él solo. A pesar de mí.
Entonces resulta que todo era así. Consiste simplemente en colocar sobre la pantalla que me llamo Gabriel Lisboa y que no se trata de un nombre parecido al mío o de un álter ego producto de la combinación de nombres y apellidos de otros personajes que me gustaron de otros libros y que significan algo especial para mí. Mi nombre no significa nada. Simplemente me llamo Gabriel Lisboa y tengo veintinueve años. O, mejor aún, estoy muy cerca de cumplir los treinta y siento de pronto que al fin he perdido el miedo a cumplirlos. Y también diré que ahora, con esta liberación y esta energía que me dispara los dedos sobre las teclas, tengo la sensación de que al fin empiezo a ver las cosas y a entenderlas, de que las puedo tocar. ¿Por qué me bloqueé durante tantos años?, me pregunto. ¿Por qué ahora tengo las ganas de sentarme a escribir esto y simplemente me siento y lo escribo? ¿Qué cosa me permite ahora unir cada una de estas palabras con la sensación de que al fin vencí a alguien o a algo dentro de mi cabeza y de que cada letra que pongo es pertinente y cae justa y para siempre en la página? Sin duda parte de la razón la debe de tener Lou Reed. Reed cantando «I’m So Free» pero sobre todo «Beginning to See the Light», Lou Reed gritando como un energúmeno disociado de sí mismo, desafinando. Quizás se trate simplemente de eso, de que he aprendido finalmente que la cosa es hacer y no juzgarme. Eso es. De vencerme escribiendo. Y basta.
Entonces yo hago. Leo lo que he escrito y me digo que es necesario empezar a narrar ya, empezar a contar desde alguna parte toda esta historia que tengo incrustada en la garganta. ¿Qué historia? Pues la mía: no tengo ninguna otra historia que contar. Solo puedo contar mi historia porque es todo lo que tengo a estas alturas de mi vida y porque solo yo puedo contarla. Una historia bastante larga y llena de sangre circulando que termina conmigo aquí, esta mañana, escribiendo que voy a escribirla, y que empieza cuando por primera vez empecé a unir palabras como ahora, ante una máquina, durante aquel verano de 1995 en que comencé a trabajar como practicante en una redacción inverosímil de una revista envejecida del centro de Lima. Fue entonces que todo lo que era hasta allí, esa nebulosa de días indistintos que había sido mi infancia, mi adolescencia y los primeros años de la universidad, cobraron un nuevo sentido y se modificaron para siempre. Y me modificaron también a mí. Me lanzaron sin que lo supiera a estar aquí casi diez años después, sentado esta mañana frente a mi máquina porque quiero, sin trabajo fijo y sin ingresos, sin nada salvo la ilusión de que al fin creo saber qué quiero contar y sé cómo hacerlo, en el cuarto que le rento a mis tíos hace años y en el que vivo solo, solo habitado por mis recuerdos, por la imagen de los amigos a quienes acabo de dedicarles mi libro, por los intentos hasta ahora frustrados de escribir, por Fernanda y por las pocas mujeres que conocí antes de enamorarme de Fernanda. Por mí. Un hombre que no tiene nada salvo una historia que le pertenece y la voluntad de lanzarla contra todo. De una buena vez.
Aún recuerdo con claridad la noche aquella en la que mi tío Emilio llegó a la casa con una expresión en el rostro que tía Laura y yo jamás le habíamos visto, como si le acabara de ocurrir algo extraordinario. Hubiéramos creído que se trataba de un objeto precioso encontrado en la calle o que lo habían ascendido en el trabajo si no hubiera sido porque una vez que se quitó el saco me llamó para conversar en la sala y porque en su timbre de voz se distinguía un aire de cierta forzada solemnidad: el asunto tenía que ver conmigo. Recuerdo que intenté pensar en las faltas que había cometido pero no se me ocurrió ninguna. No tenía ni la más leve sospecha de que mi vida, o lo que hasta entonces había sido mi vida, estaba a punto cambiar para siempre:
–Te tengo noticias, hijo –me dijo el tío Emilio de golpe, que siempre me llamaba «hijo»; se había adelantado sobre su asiento y había puesto los codos sobre sus rodillas–. Hay una posibilidad de empleo para ti este verano.
Recuerdo claramente que me quedé perplejo y que pensé que se trataba de una broma. Desde que mis padres se separaron y yo fui a dar, tras varias estaciones, a su casa en Santa Anita, mi tío Emilio había tenido esa clase de gestos inútiles con los que intentaba demostrar que él podía cumplir las funciones que mi verdadero papá, el hermano de su esposa, había dejado de realizar desde que abandonara a mi madre y la dejara sola con su único hijo. Hacía solo un par de años me había querido llevar a la pizzería en la que trabajaba con la intención de que lavara platos o fuera mozo como él, y en aquellas ocasiones mi tía Laura se había opuesto tenazmente a aquellas ideas. Yo siempre le agradecía su ayuda, pero en los últimos años había conseguido emplearme a mi manera: desde que me mantenía en la universidad por cuenta propia había querido demostrarles, y demostrarme a mí, que había dejado de ser una carga para cualquiera. Me sorprendía que esa noche él volviera a insistir con una nueva propuesta: mi tío sabía que ya no aceptaría de ningún modo emplearme en la pizzería en la que él trabajaba, en pleno centro de Miraflores. La sola posibilidad de encontrarme con algún compañero de la universidad, como había ocurrido el verano anterior, me causaba pánico.
–Es en Proceso –le escuché decir entonces. Estaba radiante como sabiendo que de aquella manera conjuraba de un solo golpe todo lo que pasaba por mi cabeza–. Es para trabajar como periodista.
No recuerdo qué hice en aquel momento. Posiblemente permanecí mudo y solo atiné a abrir mucho los ojos.
–En verdad es para practicar como periodista –agregó él, satisfecho de mi reacción–. No hay pago, pero he pensado que yo podría ayudarte este verano con los pasajes. Digamos que es como un costo que podríamos asumir. Digamos que es como una inversión.
Realmente no había entendido lo que acababa de decir, de modo que tuvo que repetirme todo de nuevo y solo entonces empecé a experimentar algo bastante parecido a lo que sentí la primera vez que supe que había obtenido la beca completa en la universidad en la que estudiaba y que de alguna manera justificaba mi presencia en casa de mis tíos Emilio y Laura. Aún era nítida la tarde en que había ido a las cajas de la universidad a recoger mi boleta mensual para tramitarla a través del sistema de préstamo universitario que había adquirido no hacía mucho cuando de pronto me encontré con que mi nombre no aparecía en el sistema de pagos. Inmediatamente pensé que me habían expulsado de la universidad o algo quizás peor, pero el empleado de la ventanilla me informó que había ocupado el primer lugar entre todos los alumnos de Estudios Generales y que por ello no tenía que pagar absolutamente nada por estudiar. Recuerdo que me tumbé en el jardín de la facultad de Derecho esa vez y que de inmediato pensé cómo haría para llegar en un segundo a casa de mis tíos a darles la noticia. Aquella tarde quien había sentido una urgencia parecida había sido tío Emilio, y yo podía ver su sonrisa que se sobreponía a su camisa blanca, a los lapiceros que llevaba en su bolsillo al lado del pecho, al cartapacio que descansaba a su lado en el sofá y en el que seguramente había un libro a medio leer.
–Tenemos cita el día martes en la tarde con el señor Francisco de Rivera –dijo mi tío, tratando de contener sin éxito la sonrisa, sabiendo de antemano que yo tenía deseos de abrazarlo, o de besarlo, o de pararme en medio de la sala y de ponerme a gritar–. Es increíble, ¿verdad?
Lo era. Él y yo sabíamos perfectamente lo que aquella cita significaba y durante la semana que siguió no hicimos sino pensarlo cada uno por separado, en mi caso hasta la extenuación. Era diciembre de 1994 y una vez más yo había acabado el ciclo académico de la universidad haciendo esfuerzos sobrenaturales para obtener el promedio que me colocara entre los cinco primeros puestos de la facultad y me permitiera mantener la beca un semestre más sin abultar la cuenta de mi préstamo. Como todos los fines de semestre, me había tomado algunos días solo para dormir después de la tenacidad de los exámenes, las malas horas de café y Coca-Cola, la ansiedad ante la posibilidad de fallar en los trabajos prácticos. Lo que me tocaba entonces era empezar a buscar un trabajo fugaz para la campaña navideña –siempre aparecían algunos infalibles por esos días– y luego otro para el resto del verano; eso me ayudaría en los gastos del año siguiente, los materiales de la universidad, los boletos del bus y algunas prendas que podría llevar a clase, más allá de los polos que mi tío Emilio recogía de las distribuidoras de cervezas y gaseosas que trabajaban con su restaurante y de las chompas que me tejía a mano la tía Laura. El verano de 1993 lo había pasado pelando pavos para una avícola antes de la campaña de Navidad y Año Nuevo y después me había achicharrado bajo un sol calcinante a la búsqueda de encuestas sobre preferencias electorales para una empresa de opinión pública. De mi última experiencia como vigilante en un supermercado bajo un turno rotativo de veinticuatro horas había salido completamente desmoralizado. Llegué al mes de marzo último atravesado de arcadas, deprimido hasta los huesos y con un deseo voraz de quemar el uniforme que usaba para empezar de una vez las clases en la universidad, aun cuando sabía que ahí me sentiría incluso peor que durante el transcurso del verano. Supongo que de ese tipo de empleos había obtenido la rabia suficiente para estudiar de una manera casi salvaje los ciclos regulares de invierno y tratar de no ser el tipo de hombre que mi padre habría asumido que sería. De ese último verano, además, había extraído la conclusión de que me emplearía en algo que no me expusiera al contacto con los barrios en donde vivían mis compañeros de clase, de modo que nadie sabría la manera en que pasaba los meses de calor en que desaparecía de sus vidas. Me topé a algunos de ellos los sábados en la noche en el supermercado y sufrí lo indecible para encontrar la manera de vigilarlos sin revelarles mi identidad. En los sueños interrumpidos por culpa de los nervios a finales del semestre me decía una y otra vez, con dolor, que ese verano trabajaría en una fábrica cerca de mi barrio, en Santa Anita, o en alguna de El Agustino o acaso en San Luis, o quizás me emplearía de cobrador en la ruta de una combi en la que jamás se pudiera subir alguien que estudiara conmigo. Trabajaría fuera de la mirada de los otros hasta acabar en silencio la universidad. Luego saldría a emplearme en algo relacionado con lo que estudiaba.
Sin embargo, el tío Emilio acababa de decirme que aquello podría ocurrir de inmediato.
Tía Laura se acercó a la sala, se sentó en otro mueble y le preguntó a mi tío cómo así había conseguido aquella cita. No es que lo subestimara, pero le costaba creer cómo alguien en la posición de él había obtenido una reunión con alguien así de importante. Yo también quería saber. La historia de aquella hazaña nos la contó mi tío aquella noche, los tres en la sala, y luego mientras cenábamos, y después, con aderezos, ampliaciones y detalles, todas las veces que pudo hasta la reunión de aquel martes con Francisco de Rivera. Durante todas esas ocasiones yo no dejé de pensar que el tío Emilio era en verdad un hombre especial, un mozo muy distinto de sus compañeros de trabajo y de los mozos de cualquier restaurante de Lima y también de los maridos de las otras hermanas de mi madre, todo lo cual lo había tornado algo retraído y solitario. Mi tío Emilio leía. Y es completamente cierto que la costumbre de llevar siempre con él una novela comercial, un número pasado de Selecciones, o cualquier revista de actualidad sobre universo, civilizaciones y sociedad que alguno de sus clientes le regalaba resultó determinante en la conquista de aquella cita que había logrado en el mayor silencio.
Lo primero que había ocurrido es que gracias a sus hábitos de lector mi tío había sabido reconocer, entre sus clientes, que la figura de ese hombre muy alto, de bigotes entrecanos y voz estentórea que iba seguido a la pizzería le pertenecía a Francisco de Rivera. Mi tío lo había visto en algunas revistas peruanas hablando de los libros de cuentos que había publicado en los primeros años noventa o de su amistad con algunos escritores –Julio Ramón Ribeyro, Antonio Cisneros– junto a los cuales había llegado alguna vez a la pizzería para sentarse en una mesa que él mismo había atendido. El tío Emilio era el único mozo que les hablaba a los escritores de sus obras más conocidas, de los libros que acababan de publicar y de vez en cuando les preguntaba con bastante discreción cómo les iba. Casi todos le tenían cierto cariño y sabían reconocerlo, y algunos de ellos incluso lo trataban por su nombre. De Rivera era uno de ellos.
Una vez, escuchando sus historias, yo le dije que De Rivera era el subdirector de la revista Proceso. Entonces fue que mi tío Emilio diseñó su plan. Durante días ensayó cómo abordaría a De Rivera, preparó palabras y maneras de manifestarle sus ideas, pero cada vez que el personaje de carne y hueso acudía al restaurante para almorzar o cenar con sus amigos, mi tío era sobrepasado por sus nervios y se olvidaba de todo lo que había preparado, o se dejaba ganar por una energía interna que lo paralizaba, y que trataba de desestimar diciéndose que acaso De Rivera estaba acompañado o que se le notaba de un humor extraño. Lo había dejado pasar varias veces hasta aquella tarde en que De Rivera ingresó a la pizzería completamente solo y de buen humor. Entonces no lo pensó. Su cliente se había sentado en la mesa, le hizo algunos comentarios a su mozo acerca del clima de las elecciones que se avecinaban y este, sin pensarlo dos veces, como si su boca se hubiese disparado sola, le dijo, antes de tomarle el pedido, que quería hacerle una consulta de carácter «profesional». De Rivera lo miró por unos segundos y mi tío entonces le dijo que se trataba de «su hijo», que estudiaba comunicaciones en la Universidad de Lima y él quería saber qué necesitaba para hacer prácticas en la revista que él dirigía. De Rivera olvida la pregunta; lo que realmente le intriga es cómo alguien como mi tío podía mantener a un hijo en una universidad como esa. Mi tío entonces le cuenta el asunto del préstamo, de los esfuerzos de su «chico» por estudiar y de la beca completa que obtenía todos los semestres. De Rivera le sonríe y lo felicita, le dice que algunos de sus amigos no podían educar a sus hijos en universidades de ese nivel y le pide la carta. Mi tío se la deja y se va. Después todo ocurrirá como siempre, salvo que al traerle la cuenta mi tío vuelve a insistirle con la pregunta inicial:
–No tenemos presupuesto en la revista para practicantes y este año estamos particularmente ahorcados –le dice De Rivera–. Quizás sería mejor que trabajara en un lugar que le pagara un sueldo.
–Señor De Rivera –le responde entonces mi tío, algo ceremonioso–: Yo sería capaz de pagarles a ustedes para que el muchacho pudiera aprender a hacer periodismo en su revista.
–Tráelo el martes de la próxima semana a las seis de la tarde –concede De Rivera, parándose. Luego le da unas palmadas en la espalda, deja la propina y sale de la pizzería.
Para cuando ese día martes fui a recoger a mi tío Emilio al restaurante en que trabajaba en la calle Mártir Olaya, en Miraflores, ya me quedaba poco de la emoción que había vivido ante aquella historia y la verdad es que a mi tío ni se le habría ocurrido contársela a nadie. De Rivera le había dicho que fuera a la oficina de Proceso, pero no le había dado siquiera una tarjeta. Mi tío había anotado la dirección del sitio de una edición pasada de la revista y le había pedido permiso al administrador de su trabajo para acudir a una cita muy importante y le había explicado a su superior en qué consistía la cita. Cuando me vio llegar a su local me hizo una seña con la mano y a los minutos salió sin su uniforme, bastante apresurado. De la seguridad que tenía cuando me contó cómo había logrado esa reunión con De Rivera ya no le quedaba nada. No hablamos una palabra durante la caminata que hicimos por la avenida Ricardo Palma y tampoco en el bus que nos llevó por toda la Vía Expresa y luego por las avenidas Wilson y Tacna. En cierto momento, presa de un incipiente nerviosismo, mi tío me dijo para tranquilizarme que aquello era solo una cita de trabajo más y que habría otras, pero tanto él como yo sabíamos qué nos jugábamos esa tarde, éramos conscientes de que dependíamos enteramente de la memoria de Francisco de Rivera. Durante mi vida universitaria había sido entrevistado dos veces para puestos que no implicaban trabajo físico o manual –una para enseñar en una academia preuniversitaria y otra para trabajar en una radio– y en ambas había sido rechazado. En cada oportunidad el fracaso había equivalido a un verano de trabajo duro y sudoroso en la calle. Y esta vez podía ser similar.
Ninguno de los dos podía imaginar que nos esperaba una tortura lenta y minuciosa aquella tarde. Después de esquivar a duras penas a los ambulantes que se apostaban en los flancos de la avenida Emancipación, y de sentarnos en las bancas del jirón Camaná, frente al local de la revista, esperamos casi una hora hasta que llegó el momento, y entonces mi tío y yo cruzamos la calle, entramos en el edificio, subimos las escaleras hasta el piso en que se ubicaba la revista y una vez que nos anunciamos nos hicieron pasar a una pequeña sala oscura luego de atravesar un largo y oscuro pasillo tachonado de puertas cerradas: allí esperaríamos la cita con De Rivera. Permanecimos en aquel lugar cerca de tres horas, sin que nadie reparara en nosotros, y en ciertos momentos de esa espera yo pensé que la entrevista era falsa, o que De Rivera se había olvidado completamente de ella. De modo que durante bastante tiempo pude presenciar la angustia mal disimulada de mi tío, acaso avergonzado por haberme llevado en su aventura hasta tan lejos, pero diciéndose, al igual que yo, que si nos habían abierto las puertas de vidrio de la redacción era por algo. Pensar en él a veces me sacaba de mí, de la sensación de nerviosismo propia de saber que podría estar hablando dentro de unos pocos minutos con De Rivera. Yo también lo había visto en entrevistas pero la verdad es que no conocía casi nada de periodismo. Había llevado solo un curso introductorio, en el que apenas habíamos escrito nada, y apenas había escuchado teóricamente la jerga profesional, pero realmente deseaba tener las agallas suficientes para conseguir aquella práctica y empezar a trabajar de una vez por todas en un medio de comunicación. Tampoco quería dejar mal a mi tío y deseaba que el enorme sacrificio que había realizado para darme esa oportunidad tuviera algún sentido. En algún momento de esa espera fui consciente de que empezaba a verlo con ojos distintos, y de pronto el orden de su pelo y sus canas, su cartapacio de siempre, los libros que habría guardado en él y de los que me hablaría en cierto momzamisa, sus dientes chuecos, todo eso le pertenecía a un hombre que empecé a desear con toda mi fuerza que fuera mi padre.
Para cuando la voz de De Rivera atronó en el pasillo de la revista Proceso gritando el nombre de mi padre, o el de mi tío que esa noche era mi papá, una fuerza desconocida se había apoderado de mí. O acababa de brotar. Allí estaba frente a mí la oficina del subdirector de la más feroz y prestigiosa revista de oposición del país tal como aparecía en algunos de los cuentos que él mismo había publicado: los armarios, los muebles, los tomos empastados. Y allí estaba el subdirector y escritor, exacto a como lo había visto hacía algunos años en un programa de televisión y en las solapas de sus libros: los ojos hundidos y vivaces, la nariz aquilina, el bigote frondoso sobre la boca y la calva perfectamente delineada y brillante. Y allí estábamos mi papá y yo. Primero lo saludó a él y luego dirigió toda su atención sobre mí. Fue la entrevista más corta de la que pueda tener recuerdo. Y también fue la única que tuve que afrontar para conseguir un trabajo en mi vida. De Rivera revisó los papeles de la Oficina de Bienestar Universitario que llevaba conmigo y que indicaban, uno a uno, que era el alumno terriblemente aplicado de la universidad que estudiaba gratis en ella debido a sus calificaciones y después me miró a los ojos con un rostro de total satisfacción. Luego me preguntó solo una cosa:
–A ver, viejo –escuché su voz potente–, ¿sabes redactar?
–Sin duda –mentí, tal como había hecho mi tío en su momento; mientras, trataba de recordar las categorías que había aprendido a duras penas en mi clase de introducción al periodismo–. Puedo escribir artículos, redactar leads o gorros, encontrar las pepas, escribir crónicas –le dije. Nada de eso era verdad.
–Muy bien –dijo De Rivera–. ¿Te va la política? ¿Te gustaría entrevistar congresistas, jueces, ministros?
–Encantado.
Y eso fue todo. Posiblemente De Rivera dijo «Muy bien», seguramente ordenó los papeles y después levantó el teléfono de su escritorio, el único de esa amplia oficina, y dijo, en tono cortante: «Santos, a mi oficina». Seguro me sonrió, como hace siempre, mientras esperamos unos segundos la llegada de un hombre de mediana estatura y pelo negro, lentes de aluminio, saco de corduroy y mirada serena al que presentó como el coordinador de la sección política. «Este es Gabriel Lisboa –le dijo, entregándole los papeles, en un tono entre solemne y divertido–. Nuestro nuevo joven colaborador en “Mar adentro”. Empieza este viernes.»
Después de eso todo resultó como una escena que flotaba pero a la que yo seguía adherido. Luego de los apretones de manos finales mi tío intentó balbucear una frase de agradecimiento pero De Rivera le hizo saber con un gesto que no era necesario. No recuerdo nada de lo que pasó una vez que dejamos esa oficina en las instalaciones de Proceso y tampoco en la calle, cuando sobre el jirón Camaná había caído la noche. Tengo la imagen de que en el bus de vuelta, que tomamos bajando en Puente de Piedra a la espalda de Palacio de Gobierno y en el que íbamos colgados de los pasadores, yo no paraba de reír y de sentir una emoción similar a la que he sentido al empezar a escribir este libro: la idea de que mi vida tenía una dirección y de que ahí estaba mi tío Emilio para atestiguarlo. Fue la primera vez que ambos nos abrazamos, o que yo tengo el recuerdo de que lo hicimos, y que nos reímos mirándonos a los ojos durante mucho rato, sabiendo que esta vez la victoria al fin había estado de nuestro lado.
¿No había sido increíble? Esa noche le contamos una y mil veces la entrevista a la tía Laura, que calentaba la comida del día y que miraba a su esposo y a mí, a los dos hombres que vivían en su casa, con una calidez y un orgullo que me hicieron pensar que acaso sí éramos una familia. Yo les decía una y otra vez cómo había mentido en la entrevista, porque no sabía redactar, pero iría con las antenas abiertas para aprender a hacerlo ahí, en la práctica. Todo de pronto parecía estar alineado para que a partir de entonces mi vida tomara otro rumbo. Y durante los días siguientes fui completamente consciente de la importancia de todo lo que vendría. Y me sentía listo para afrontarlo. Solo a ratos, mientras pasaban las horas, algo empezó a inquietarme. Era la imagen de De Rivera atajándonos con su voz potente a mi tío y a mí cuando franqueábamos el umbral de su oficina para salir de ella. Estaba ahí, sentado en su oficina, en medio de un montón de papeles y flanqueado por Santos.
–Ah, Gabriel –recuerdo que dijo–. Ven con buen humor el viernes.
Lo miré sin entender.
–Tenemos un director abominable.
Y se rió.

RABIA DE NAVIDAD (Autoficción). MI 'COLUMNA PIRATA' EN LIMA GRIS

RABIA DE NAVIDAD

Uno se cansa de ser bueno, de dar abrazos como si fueran hostias. Uno se cansa de decir siempre lo  mismo y encontrarse todos los días, meses y años con la misma gente que no entiende por qué lleva una cadena en el cuello o por qué babea ante la última publicidad de Cocacola, Saga o Ripley. Uno se cansa de decirle bestia a la bestia, de decirle perro al perro y gato al gato.

Quizás lo mejor sería actuar y dejarnos de vainas. Ya tanta palabra solo sirve para amontonar cuartillas de papeles tras papeles que luego venderé a un ropavejero por un sol el kilo. Y, por eso mismo, por lo que no podré escupirles ni vomitarles en la cara, he decidido, para estas “fiestas”, dejar los modales a un lado y romper en pedazos estas tarjetitas Unicef que había comprado para darle a cada uno de mis “mejores” amigos, en su mayoría déspotas, aprovechadores y estafadores de sí mismos; y, cómo no, tirar a la basura estos otros regalos que había comprado a plazos endeudándome hasta el 2016, porque el mejor abrazo es el que se da uno mismo frente al espejo. Y lo ideal sería comprarse un revólver y darle el tiro de gracia al primer gracioso que se cruce el semáforo en rojo con el sonsonete de “felices fiestas. Merry christmasmy darling, amigo poeta”.
Esta navidad voy a comportarme como el troglodita que soy –o que dicenque soy– y primero, voy a darle de patadas al panetón de carreta que me van a regalar. El chocolate Cuzco para taza lo voy a embutir en el wáter a ver si de una vez se le atora el desagüe al vecino burócrata que le pega a su mujer y tortura a su hijo con películas de zoofilia.
Voy a agarrar al pavo horneado con las dos manos y después de abrazarlo como quien baila la Balada Número Uno de Chopin, lo voy a lanzar por la ventana, quizás las cucarachas, arañas y moscas tengan más hambre que yo. Y eso sí, no dejaré de ir a misa de Gallo, para darle un par de puñetes al cura pederasta que le roba las limosnas a un ciego y le menta la madre a los niños pobres de un conocido comedor popular (estoy hablando de ti, monseñor españolete de la Iglesia Cocharcas).
También iré a una tienda por departamentos, de esas que dicen que trabajarán 24 horas por días de fiesta, esclavizando a su personal a los que solo les darán un sencillo por convertirlos en poco menos que cobayos, ratas de laboratorio, fieles al castigo, chillando en la caja registradora: “paguen con sencillo”, “no hay cola preferencial”, “desea donar su vuelto para los mineros indigentes de Antamina”… ¡Mierda! De repente, termino por convertirme en piromaníaco o en bonzo humano al modo de los monjes budistas de Nepal. Después no digan que no se los advertí.
Reventaré a palazos todos esos parlantes que atruenan las calles con esa musiquilla idiota jingle bells jingle bells, Jingle all the way… en las casas de los cristianófilos, night clubs, casas de masajes, prostíbulos y vehículos de transporte urbano donde los choferes tienen barba blanca y ladran ho ho ho. Y los choros-policías con escarapela y vestidos de sastre te roban la billetera. Y uno tiene que ponerse recio ante el bombardeo publicitario que no piensa dejar títere con cabeza. Uno tiene que sacar su chaira y cortar los cables de esas luces infrarrojas y ultravioletas de navidad que hipnotizan y convierten en zombis a los transeúntes.
Y hay que aplastar esa falsa modestia y ese pasito tun tun de los simuladores y comediantes teatrales, clasemedieros cuya bondad de fin de año por deshacerse de todo lo que ya no le sirve o necesita renovarse y se “donado”, solo les dura hasta el primero de enero cuando les pase la borrachera y empiecen a apestar en sus vidas-letrinas, en su pujo emético, chiquero-oficina y chiquero-hogar pensando en que quizás lo más conveniente fue meterse al mar con resaca y ahogarse en esa charco de excrementos y aguas servidas que es el mar de Lima.
También me daré un tiempito y pasearé por esas calles hipócritas que cuelgan papanoeles de las paredes y hermosos renos de exhibición que tiran de un trineo espacial con arbolitos de navidad hechos de plástico, tecnopor y material de chatarra (san Jacinto-autopartes robadas) para cerros con pesebre que aunque sea puedan reproducir en miniatura lo que el hombre destruye todos los días.
Mientras liquidadores radioactivos llenan los muros de Jericó con guirnaldas, bombillas multicolores y regalos vacíos en papel metálico que brillan incandescentes a la luz de la luna o sobre pinos imitación de Monsanto o muñecos de nieve con nariz de zanahoria en pleno verano. Y escupiré en esos paneles de ofertas y en esas marquesinas donde una mujerzuela no sabe si arenga a unos electrodomésticos o a las prótesis de silicona para mastectomías.
Porque uno  sabe perfectamente que en vez de colgar esos muñecones nórdicos con ropas térmicas que, supuestamente, bajarán orondos por una chimenea ficticia –alienación, destazamiento mental progresivo–, lo que en realidad están tratando de decir es que quisieran colgar del cuello a los sub-obreros, empleados, emergentes, microempresarios y provincianos jodidos hasta el tuétano para quienes la “navidad” significa sólo deudas impagables, mora, intereses, hipoteca vencida por hacerle caso a la mujer-consumo y a la estafa inmobiliaria (“la gente bonita vive en casas bonitas”), Infocorp y el infierno de la mutilación económica que empieza con el consabido estribillo: “su casa ha sido embargada, tiene 24 horas para abandonar el predio!” ¡Pay or die!
Y por eso, lo mejor en estas navidades de desagüe es dejarse de palabrerío, dejarse de saluditos cojudos y coreografías de happy end y salir con un fierro de construcción o una cachiporra a darle duro en la cabeza a todos esos charlatanes de Telemercado Las Américas o “viva ahora y pague mañana”, “realice el viaje de sus sueños a Rumanía”, “conozca Disneylandia, Cancún, Varadero, Tierra Santa, El Cuerno de África y Somalia”; y romperle las canillas a esos cretinos y mequetrefes mercantilistas, a esos presentadores de televisión que se prestan para los psicosociales y, en especial, a esas modelitos de pasarela, hormonadas y con traseros acromegálicos, que te tratan como contenedor de basura en donde pueden aventar cualquier cojudez que solo sirve para sobarte el ego y hacerte creer que puedes comprar algo, aunque sea un rollo de papel higiénico, un dildo o una tumba a tu exacta medida para ti y tu triste familia porque la agonía y la muerte son negocios que se pagan a plazos o en contante y sonante, al cash.
Tú eliges, de eso se trata, de creer que eliges.
Y otra vez: Feliz Vanidad y Próspero Engaño Nuevo.
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Author: Rodolfo Ybarra
Rodolfo Ybarra
Rodolfo Ybarra. Ha estudiado matemática pura, física, electrónica y comunicaciones. Ha publicado una veintena de textos entre novelas, cuentos, poemarios y ensayos. Ha dirigido un programa de televisión de contracultura y política, y editado revistas y fanzines. Se expresa también vía el vídeo y la música. Desde el 2007 maneja el blog www.rodolfoybarra.blogspot.com.
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